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Testigos de la Verdad
Conversatorio de Fotoperiodismo,
Violencia Política y Memoria Visual

Centro Cultural PUCP
10 - 12 de Octubre del 2002

PONENCIAS

La Aprehensión Visual del Horror
Jorge Bruce

La reflexión a la que nos convoca la Comisión de la Verdad y Reconciliación en este conversatorio, está enfocada el día de hoy en la recuperación de la memoria visual del periodo 1980-2000. Lo han subtitulado “mirar, enfrentar una imagen como objeto-realidad”. Quisiera decir que agradezco esa invitación no solo porque me siento honrado de poder contribuir en una tarea que constituye un deber para todos los peruanos, sino también porque, a mi modo de ver, el psicoanálisis puede y debe aportar lo suyo en este vasto desafío que, tal como lo demuestra la diversidad de aproximaciones en este conversatorio, requiere la concurrencia de muy variadas perspectivas. He titulado la mía “La Aprehensión Visual del Horror”.
Entiendo el horror como lo traumático, es decir como algo que es percibido en tanto que definitivamente real y a la vez no simbolizable. Lacan le llama a lo Real, en su terminología, precisamente ese resto no simbolizable. Se trata de un horror sin nombre. Le llamamos, en este caso, violencia política para tranquilizarnos, para denominar algo que sigue siendo un misterio y se nos escapa, pues todos sabemos que esa violencia es también política, pero no solo es política.
Sabemos, en cambio, con certeza, que es traumática. (ver foto Fátima López).
Lo traumático es aquello que irrumpe de golpe –sirva la tautología para enfatizar el descalabro- y con violencia en nuestro campo de percepción, saturando de inmediato nuestra capacidad de procesamiento. Las consecuencias de esa desorganización de nuestro aparato perceptivo y de procesamiento se aprecian, por ejemplo, en esas películas en donde los veteranos de guerra repiten en su mente, una y otra vez, escenas del horror que han vivido, sin poder liberarse de ellas. Es como una pesadilla que retorna reiteradamente, sin modificarse. Freud observó precisamente con esos dos ejemplos, las neurosis de guerra y las pesadillas, que se daba en las personas afectadas un extraño síndrome de compulsión de repetición, el cual resultaba extraño porque se encontraba más allá del principio del placer. De hecho, ese fue el título de la obra en donde daba cuenta de ese síndrome, publicada en 1920: Más Allá del Principio del Placer.
Hasta entonces Freud pensaba que nuestra vida, el sentido de nuestros actos estaba gobernado por la búsqueda de la consecución de placer, así sea por caminos abundantes en desviaciones. Pero cuando publicó ese libro ya se había percatado de la existencia de una serie de fenómenos que contradecían esa tesis, tal como los dos ejemplos arriba mencionados. En efecto, ¿qué sentido tendría continuar repitiendo mentalmente experiencias que solo producen sensaciones displacenteras, cuando no francamente dolorosas y angustiantes? Una primera respuesta sería que esas repeticiones constituyen un intento de retomar el control sobre esas imágenes que parecen haber desbordado nuestra capacidad de manejarlas. No aparecen cuando las solicitamos sino cuando algo, alguien decide en nosotros que deben aparecer en el marco de nuestra conciencia y, por lo tanto, esa repetición sería pues un esfuerzo para poder reubicarlas en una dimensión a la que podamos acceder a voluntad y no en contra de nuestra voluntad.
Pero el hecho es que ese control no se produce y la prueba de ello es que la repetición no varía. Las imágenes retornan con la misma intensidad, con la misma capacidad de hacer daño y ésta a veces incluso se acrecienta. El dolor no disminuye y la angustia persiste. Hay un estancamiento que se asemeja mucho, y no es casualidad, al que se produce en el caso del resentimiento, ese sentimiento que, tal como su nombre lo indica, retorna imperturbable, sin digerir. Esta conexión entre el horror y el resentimiento la examinaremos más adelante. Lo que quiero destacar ahora es que Freud se vio obligado a admitir la presencia, en lo más íntimo de nosotros mismos, de una pulsión de muerte.
Esa era la única explicación para esos fenómenos que cuestionaban el ordenamiento de nuestro sistema pulsional, evidenciando la existencia de unas fuerzas silenciosas pero muy activas que contrarrestaban al impulso de vida, hasta entonces considerado como el motor de todas nuestras acciones.
Las imágenes poderosas y terribles imágenes que nos presenta el taller de fotoperiodismo suscitan una gama de respuestas tan variada e intensa que nos problematiza. Literalmente, nos complica la vida. Nos retorna su complejidad. El reciente premio Nóbel de Literatura, el húngaro Imre Kertész, quien lleva, entre paréntesis, el nombre de un extraordinario fotógrafo y testigo, André Kertész (ignoro si ambos húngaros son parientes, pero sabemos que los dos han procurado, cada uno con su medio de expresión, uno la fotografía y el otro la literatura, dar cuenta del tiempo que vivieron), el escritor ha dicho, con ocasión de la noticia del premio, que él, sobreviviente de los campos de concentración de Auchvitz y Buchenwald, entiende que la gente quiera olvidar lo que sucedió entonces. Lo entiende porque él mismo quisiera olvidarlo. Pero entiende también que no tenemos derecho a hacerlo. De otra manera el sufrimiento de las víctimas habría sido en vano.
También en el Perú muchas voces han pedido olvidar. Algunas de ellas con mala intención, la mala intención de amnistiar a los culpables –ejecutores y comanditarios- de horrendos crímenes que han causado un sufrimiento indecible, el que la Comisión de la Verdad está escuchando por todos nosotros. Otras veces la intención era buena: ahorrar sufrimiento, cerrar heridas, procurar la reconciliación. El problema con esas buenas intenciones, de las que sabemos está empedrado el infierno, es que allí lo malo es el remedio. No sirve. Es ineficaz. Ni las heridas se cierran, ni la verdad sale a la luz, ni se agota el resentimiento, ni se logra la ansiada reconciliación. El sufrimiento de las víctimas, lejos de cesar, aumenta. El resentimiento persiste y las probabilidades de entrar en el ciclo de la venganza aumentan.
Pero es cierto que estas imágenes de fotoperiodismo nos hacen sufrir y que muchas veces preferiríamos no verlas, incluso aquellos que, como Kertész o muchas de las personas que nos miran en esas fotos, han sido los protagonistas involuntarios de esas escenas de horror. Tenemos pues un primer problema: los hechos son traumáticos, imposibles de olvidar, a veces imposibles de simbolizar, pero no tenemos derecho a silenciarlos, a dejarlos en la oscuridad de las fosas ocultas. Tenemos también un primer recurso delante de nuestros propios ojos. Los hechos son traumáticos en su violencia, sí, pero las imágenes de fotoperiodismo cumplen precisamente la función de intermediarios que nos facilitan la tarea de su comprensión y procesamiento.
No solo nos informan de aquello que ocurrió, que ya es en sí mismo un dato valioso. Hacen más aún: nos permiten elaborar internamente lo ocurrido. Cuando algo es procesado, elaborado internamente, cobra significado, puede ser simbolizado, se puede aprender de esa experiencia, se la puede digerir, asimilar. Entra a formar parte de la cadena de la memoria y el significado. Constituye un elemento indispensable en la transmisión generacional, en la forja de una sociedad que está al corriente de su Historia, incluso en sus extremos más amargos. Sin ese conocimiento el crecimiento es imposible y nos condenamos a la repetición. Lo que se repite no es tanto lo que no se recuerda sino lo que no se elabora, pues, tal como lo hemos visto en los ejemplos iniciales, a menudo la repetición es una forma de no elaboración. Este matiz es esencial.
Con ocasión del atentado terrorista en el Centro Comercial El Polo, justo antes de la visita del Presidente Bush, publiqué un artículo en la revista Somos cuyo título era “Imágenes sin editar”. Permítanme citar algunas líneas de ese texto, las pertinentes para lo que estamos tratando de elucidar aquí:
“ Esas atroces filmaciones sin editar, que varios canales de tv mostraron la noche del atentado en el centro comercial El Polo, son el equivalente de pensamientos sin elaborar, de palabras pronunciadas sin haber sido previamente consideradas, tal cual. Son como agresiones escupidas al rostro del televidente, en nada atenuadas por el aviso insertado en la pantalla, que solo confirmaba su violencia indigerible. De esa crudeza desalentadora (que nos deja sin aliento) me ha quedado en la memoria una escena que, para mí, las recoge a todas en su elocuente silencio: se trata de dos pies calzados con patines, emergiendo entre los escombros. Esas extremidades que no volverán a patinar expresan, en su inmovilidad, la nocividad de un acto que nos afecta a todos, aunque no necesariamente por igual. Más allá del dolor o la indignación que nos produce ese desprecio por la vida, en función de intereses que desconocen todo valor que no sea el del poder económico o político, lo que esa nueva irrupción de barbarie nos hace es, ante todo, atacar nuestra capacidad de pensar.
Wilfred R. Bion, un gran pensador del psicoanálisis que fue además héroe de guerra, decía que trabajar con pacientes muy perturbados era como hacerlo bajo fuego graneado. Fue él quien observó cómo las personas que se debatían en el universo de la psicosis, hacían lo imposible para impedir que sus terapeutas los analizaran. La idea es que si los psicoanalistas podían hacer bien su trabajo, entonces alterarían el precario equilibrio que esos pacientes habían trabajosamente conseguido y que, a no dudarlo, constituye para ellos el mal menor. Es preferible, por ejemplo, refugiarse en la sinrazón anestesiada de la psicosis que en la dolorosísima razón del mundo realmente existente. Por lo tanto, neutralizar la amenaza del pensamiento del analista se convierte en una cuestión de vida o muerte.
La lógica de los terroristas no carece de analogía con la de los psicóticos. La realidad es para éstos lo que la democracia es para aquellos: un infierno en el que no se sienten aptos para sobrevivir. En ambos casos, además, se trata de prescindir de la existencia de los demás... a menos que sea funcional para sus fines.”
A diferencia de esas imágenes sin editar que fueron profusamente propaladas en algunos canales de señal abierta, las imágenes que tenemos aquí han sido cuidadosamente trabajadas por fotógrafos conscientes de la inmensa responsabilidad de su tarea. El lenguaje del fotógrafo, sus encuadres, iluminación, grano, y el largo etcétera de mi ignorancia, codifican la información visual que luego nosotros decodificamos como mejor podemos. El citado psicoanalista Bion llamaba a los materiales en bruto, sin procesar en nuestra mente, en estado primario, elementos beta. Cuando estos elementos beta son procesados, elaborados, los denomina elementos alfa. El trabajo de la madre con el niño, por ejemplo, consiste en permitirle un área de funcionamiento mental, mediante sus cuidados y protección de la sobrecarga emocional, en donde pueda convertir esos elementos beta en alfa, en alfabetizarlos. Ese trabajo de intermediación es vital para la supervivencia de la mente del niño, para la preservación de su capacidad de pensar.
Es comparable, en el reino animal, con la madre que predigiere la comida para que sus vástagos la puedan asimilar. Claro, para poder hacerlo esa madre tiene que disponer de un aparato digestivo más desarrollado que el de su cría, de unos ácidos y un estómago más fuertes, de una capacidad de selección, sobre todo, de lo que es alimenticio y lo que es tóxico. Es vital.
El problema para los fotoperiodistas es análogo al de esa madre que alfabetiza a su niño. Es también análogo al de los psicoanalistas, en el sentido que ambos se enfrentan a un material patológico que es por, definición, enfermante (aprovecho para sugerirle a los amigos fotoperiodistas que exijan un seguro por riesgos psicológicos de trabajo y una prima de compensación que puede ser invertida en sesiones de psicoanálisis... Me atrevo a formular esta sugerencia que obviamente suena interesada porque estoy seguro de que nadie les va a hacer caso, y no porque no tengan derecho, sino porque nadie toma en cuenta ese tipo de riesgo profesional intangible). Estoy seguro de que realizar ese trabajo de recolección de imágenes atroces es por lo menos tan iatrogénico, tan generador de enfermedad como lo puede ser el mío. Con la diferencia, acaso, de que a nosotros nos entrenan para soportar ese tipo particular de contacto, mientras que los fotoperiodistas de seguro la única protección de la que disponen es la cámara que interponen entre ellos y su imagen como objeto/realidad, para tomar el título de esta mesa.
De modo que fuese que las imágenes del fotoperiodismo cumplen la doble función de informarnos, de hacernos abrir los ojos, pero también la de procesar esa información a fin de que no nos llegue en forma indigerible, sin editar, con toda la crudeza y la violencia de lo traumático. También nos ayudan a evitar ese mecanismo tan socorrido de tanto los humanos como las sociedades que es el de la negación. Porque no se trata tan solo de olvidar sino de no saber. Ese narcisismo negativo contemporáneo que procura eliminar del campo de la percepción aquello que nos perturba. Pero la negación de la realidad, llevada a su extremo, es la psicosis, tal como lo dijimos líneas arriba.
Hay otro problema esencial planteado por estas imágenes, por esta reflexión. Es el problema de la Otredad. En efecto, todo lo que he dicho antes es válido para la relación que existe entre el espectador que se enfrenta esas imágenes, con la mediación del fotógrafo que hace las veces de un intérprete en la medida en que trabaja esas imágenes para que éstas puedan ser acogidas y asimiladas. Para evitar el olvido y la negación con todas sus secuelas nefastas, a veces peores que el hecho mismo. Pero la pregunta que surge, y estoy seguro de que ustedes ya se la han planteado, es: ¿a quién están destinadas esas imágenes? O en todo caso, ¿quién las recibe y procesa? Las víctimas, el entorno de esas víctimas, ¿tiene acceso a ese material gráfico indispensable? ¿Esos periódicos llegan hasta ellos, los principales interesados?
Esas preguntas nos acercan a un primer pliegue de esa otredad que signa nuestras relaciones sociales, en una sociedad tan fragmentada como la nuestra. Otra dimensión sería (mostrar la PRIejimen015) la familiaridad o, por el contrario, la extrañeza que nos producen los rostros, las personas que nos miran gracias al lente del fotógrafo. Nos miran y nos interrogan. ¿Podemos identificarnos con ellos? A esto le llamo el síndrome de Tarata. Todos sabemos aquí que fue precisa la tragedia de la calle Tarata, en el corazón de Miraflores, para que los limeños de esos barrios, en donde residen la mayoría de las élites del país, sintiéramos en carne propia el horror que en muchas localidades y parajes del Ande era cotidiano desde hace años. Con Tarata (mostrar PRIflópez 006), por eso, la historia cambió, porque las élites ya no pudieron pretender que eso estaba ocurriendo en comarcar tan alejadas que no se sentían concernidos. Muchas veces el extranjero, Miami, digamos, era sentido como más cercano que las afueras de Ayacucho (mostrar PRIvlentz073). Tarata trajo al horror hasta nuestra puerta y ya no pudimos cerrar los ojos y pensar en silencio o hasta en voz alta que eso le estaba pasando a otros. Ahora los otros éramos nosotros.
Algo similar ha ocurrido hace poco con los dos incendios de Mesa Redonda y la discoteca Utopía. En cierto sentido, Mesa Redonda era sentida como Ayacucho por algunos peruanos. Es cierto, por otra parte, que los peruanos de Mesa Redonda pueden haber sentido que Ayacucho estaba lejos. Utopía fue a Mesa Redonda lo que Tarata a Ayacucho.
De modo que este trabajo de imágenes nos pone también en contacto con esa otredad que nos divide y constituye a la vez un síntoma del malestar en nuestro vínculo social. Porque en fin de cuentas es de eso que se trata todo esto. De las enormes dificultades que experimentamos los habitantes de este país, los integrantes de esta sociedad, para organizar una convivencia civilizada, es decir con igualdad de derechos y deberes para todos. En donde el Otro no sea tan solo el que aparece en unas imágenes que nos dejan progresivamente indiferentes, cuando no provocan el escarnio como he podido leer recientemente en sendos artículos de un diario limeño, en donde se estigmatiza con sarcasmo al Perú, en un acto autodestructivo de escupir veneno en la propia sopa. Pero es cierto que la tentación de denigrar coexiste con la del olvido y la negación, cuando la realidad desafía la comprensión y los problemas exigen unos remedios dolorosos y costosos.
La alteridad es una realidad que no puede ser ignorada, claro está. Es un cliché hablar de la diversidad de culturas en el Perú. Pero el respeto del otro solo se logra cuando se le conoce. Conocer ya es dejar de odiar, de despreciar, de querer eliminar. Es un eficaz antídoto contra esa pulsión de muerte que asoma cuando menos la esperamos y siempre sin que nos demos cuenta, en silencio y bajo un manto de justificaciones de toda laya. Por eso el cazador de nazis Simón Wiesenthal decía que él evitaba conocer a los nazis a los que perseguía, porque si los conocía disminuía el encarnizamiento de la persecución y corría el riesgo de dejarlos escapar. El fotoperiodismo responsable tiene también pues la virtud de ofrecernos la posibilidad de descubrir al otro, de arrancarnos a la alienación, de proponernos una comprensión de lo siniestro. Ese horror que nos resulta tan extraño y a la vez, en lo inconsciente, inquietantemente familiar. Y esto último porque esos crímenes incalificables, lo sabemos en el fondo de nosotros mismos, los podría haber cometido cualquiera de nosotros de haberse encontrado en las circunstancias propicias. Lo cual no nos exime de la obligación de juzgarlos, pero tampoco de la de explicarlos.
Este es el último punto que quisiera mencionar.
Es cierto que a veces una imagen vale más que mil palabras. Pero en ocasiones una palabra vale más que mil imágenes. Me refiero a esa palabra que le otorga sentido a unas imágenes, que las alfabetiza, más allá del trabajo del fotógrafo, que ya en es en sí mismo una alfabetización en el sentido de Bion. Quisiera terminar mostrándoles una imagen que, esta vez sí, vale más que mil palabras. Esos niños asháninkas que dibujan el horror de la guerra en la pared están intentando, con los medios de los que disponen, darle algún sentido a sus temores más primitivos, tras haber visto su hábitat devastado por la invasión de unos objetos horrendos y fascinantes como son esos aviones y helicópteros. No otra cosa hacían nuestros ancestros en las paredes de las cavernas de Altamira o Lascaux, cuando escenificaban sus temores y sus deseos con pinturas rupestres.
Tal como esos niños, las imágenes del fotoperiodismo constituyen el punto de partida indispensable para la búsqueda del sentido en medio del caos y el horror de las pulsiones de destrucción desatadas, liberadas de toda atadura. “Grita devastación y suelta los perros de la guerra”, dice Shakespeare en Macbeth, pero la belleza de la construcción de la frase nos permite abrigar la esperanza de encontrar una manera de responder, con los medios de los que disponemos a bordo, tal como esos niños asháninkas, al intento de sembrar la incomprensión, romper los vínculos y separar a los seres humanos, que es el designio último de Tánatos, en su eterno combate contra Eros. En ese combate son bienvenidas todas las fuerzas que quieran hacer prevalecer la cultura de la vida. Es por eso que el esfuerzo de los fotógrafos por rescatar esas impresiones del olvido y la negación, nos compromete a los que estamos en la trinchera de la comunicación social, a retomar la posta y seguir transformando el horror mediante el uso de ese elemento alfabetizador por excelencia que es la palabra.
Este pasar de las representaciones de cosa a las representaciones de palabra, para terminar con una última alusión a la terminología psicoanalítica, constituye un medio fundamental para procesar la aprehensión visual del horror, sin desconocer la radical heterogeneidad que existe entre el medio de la imagen y el medio de la palabra. Esa es la medida del desafío que enfrentamos todos los que pensamos que solo la verdad nos hará libres.